que yo que?

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Demonios

"Todos tenemos nuestros propios demonios contra los cuales luchar, nadie los matara por nosotros".

frase encontrada en un cuaderno viejo



Asi estamos, devorados por nuestras propias sombras.



No pensaba ponerme tan amarga pero devido a una serie de eventos desafortunados recientes es lo que toca, asi me siento y lo comparto, lo que no quiere decir que quiera hacer a otros cargar con mis dramas, no no, que ya hay mucha gente irresponsable en el mundo.

A mis seres queridos les digo gracias por su sana compañia.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Las mujeres

La psicoanalista junguiana Clarissa Pinkola Estés trabajó durante más de dos décadas para alumbrar este libro, Mujeres que corren con los lobos. Es una recopilación de mitos y relatos populares que recrean el mito de la Mujer Salvaje, esa fuerza-hembra que habita en todas las mujeres cuando dejan de temerle a su poder.





Por Sandra Russo

Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda cuatro patas”, dispara Clarissa Pinkola Estés desde el prefacio de este libro que tardó más de veinticinco años en escribir, porque no es un ensayo sino una pormenorizada y aguda recopilación e interpretación de cuentos populares de diferente procedencia, puestos al servicio de la figura de la Mujer Salvaje. Doctorada en psicología etnoclínica –cruza de psicología clínica y etnología–, y psicoanalista junguiana, Pinkola Estés es, además, cantadora o mesemondó, es decir, heredera de las ancianas húngaras que transmiten oralmente sus tradiciones en forma de relatos, que desgranan absortas sus historias, sentadas en sillas de madera con sus monederos de plástico estrujados en las manos.
Pinkola Estés utiliza con sus pacientes, para curarlas, cuentos. Y los cuenta al estilo junguiano, desde un análisis en el que cada personaje del relato es una parte de una misma psiquis, partiendo de la base de que en la mente y el alma de una misma persona, en este caso una mujer, se libran constantemente luchas tormentosas entre fuerzas opuestas.
El trabajo de esta analista está puesto al servicio de rescatar, de esos cuentos, interpretaciones que ayuden a sus pacientes o a sus lectoras a detectar en sí mismas a la Mujer Salvaje, y a dejarla operar en sí mismas, a permitirle triunfar por sobre otros arquetipos que las alejan de su propia naturaleza. ¿Quién es la Mujer Salvaje? ¿A qué fuerzas representa? La Mujer que corre con los Lobos fue elegida aquí para equiparar una parte femenina con ciertas especies de lobos, el canis lupus y el canis rufus: a saber, una aguda percepción, un espíritu lúdico y una elevada capacidad de afecto.


Pinkola Estés nació en el seno de una familia mexicano-española y fue adoptada luego por una familia húngara. Se crió cerca de la frontera de Michigan, en una zona de bosques en la que los relámpagos no eran temibles sino usuales habitantes de la noche.
Más tarde, cuando se formaba como analista, observó que la psicología tradicional carece muchas veces de respuestas para las cuestiones más importantes de las mujeres: lo arquetípico, lo intuitivo, lo sexual y lo cíclico, las edades, el saber innato y adquirido, el fuego creador. Luego de pasarse años estudiando cuentos de hadas, mitos y relatos de múltiples orígenes, unió dos palabras, “mujer” y “salvaje”, para abrir, dice, una puerta que toda mujer comprende apenas las escucha. Es una puerta culturalmente cerrada, a veces olvidada, pero que permanece allí en tanto una mujer, cualquier mujer, permanezca allí. Es intuitiva, apasionada, indómita, es, sobre todo, una fuerza que regala a las mujeres la certeza de estar haciendo lo correcto, sea esto lo que fuere, cuando se dejan guiar por ella. Es por lo tanto una fuerza peligrosa para el statu quo, porque, cuando una mujer huele esa fuerza dentro de sí, es capaz de todo: de abandonar un matrimonio, de dejar un trabajo, de irse repentinamente de viaje, de pedir a gritos que la dejen sola, de quebrantar, si es preciso, una o todas las normas que le enseñaron. Esa fuerza femenina, advierte Pinkola Estés, trasciende cualquier nombre y entrelaza muchas otrasfuerzas vitales, pero ha sido bautizada aquí con ese nombre sólo a modo de hacer inteligible su presencia antiquísima en los relatos populares que esta analista ha reconstruido buceando, muchas veces, para recuperar “huesos perdidos”, eslabones sexuales, sórdidos o escatológicos que las buenas costumbres borraron de ellos a lo largo del tiempo. Es la loba que lucha ferozmente por lo que merece vivir, y que suelta aquello que debe morir.

Loba y hembra 

 
Los relatos elegidos por Pinkola Estés, en su consultorio, recrean el drama psíquico de su paciente. Los que ha elegido para analizar en este libro son los que a su entender resumen con más potencia el papel redentor de la Mujer Salvaje, que no emerge nunca fácilmente: siempre habrá que sortear obstáculos y desoír voces de otros arquetipos que inclinan a las mujeres a mostrarse más dulces, más cariñosas, más egoístas, más calculadoras o más débiles de lo que son.
El análisis paleomitológico que ha hecho la analista y que transmite en una bellísima prosa conecta esos relatos a veces con sueños recurrentes femeninos y otras veces con visiones que se suelen tener en estados de conciencia no ordinarios. Casi todos coinciden en un punto: a cierta altura de los acontecimientos personales de cada mujer, es necesario tener el coraje para ver aquello que los guardianes de la conciencia aconsejan no ver. Es necesario correrse de lugar y darle crédito a esa carga de Yo de un orden diferente del que el psicoanálisis tradicional nos ha acostumbrado. Pinkola Estés habla de alma. Y dice que “cuando trabajamos el alma, ella, la Mujer Salvaje, crea una mayor cantidad de sí misma”. Sólo hace falta hacerle espacio: ella, esa fuerza, hace el resto del trabajo por nosotras, porque entonces nosotras ya somos ella. Que la educación, la cultura o el miedo hayan taponado el ingreso de este arquetipo a la mente de una mujer no significa que ella no esté esperando, como una guerrera, su nueva oportunidad. Pinkola Estés afirma que “si una mujer logra conservar el regalo de ser vieja cuando es joven y de ser joven cuando es vieja, siempre sabrá lo que tiene que esperar. Pero, si lo ha perdido, lo puede recuperar mediante un decidido esfuerzo psíquico”.
Otros nombres de la Mujer Salvaje, en diferentes tradiciones, son la Loba, la Huesera, la Trapera o La que Sabe. Siempre, en todas las culturas, estos arquetipos representan el archivo de la feminidad, su potencia a veces magnánima y dadora de vida, y otras veces feroz y revulsiva, la conservadora de la potestad de la hembra.
Con respecto de los hombres, algunos, claro, preferirán una gata a una loba, y ni qué hablar de los que preferirían un monito amaestrado. Pero sólo aquel dispuesto a hacer contacto con la parte salvaje de una misma será el adecuado. Es el que no se asustará de nuestros gritos ni nos dirá peyorativamente que de pronto estamos pensando con los ovarios. Por el contrario, el adecuado es el que estará orgulloso de tener al lado a esa mujer.

Barba Azul

 
A lo largo del libro, Pinkola Estés va narrando varios cuentos y haciendo el posterior análisis de cada uno de los personajes, que son partes de una sola psiquis. En ellos hay hadas bienhechoras, doncellas ingenuas, hermanas sabias, padres indiferentes, mascotas perceptivas, curanderas expertas, brujas horripilantes. Todos esos seres viven en nosotros, juegan sus juegos, hacen sus apuestas. “Pero, ¿qué vamos a hacer con todos estos seres interiores que están locos y que siembran la destrucción sin darse cuenta? Hay que dejarles sitio incluso a ellos, pero un sitio en el que se les pueda vigilar. Uno de ellos en particular, el más falso y el más poderoso fugitivo de la psique, requiere nuestra inmediata atención y actuación: se trata del depredador natural”, dicePinkola Estés en la introducción de uno de los cuentos: “Barba Azul”. El cuento es conocido, pero la analista subraya en el personaje central su carácter destructivo (o autodestructivo) y destaca las soluciones que el mismo cuento ofrece para aniquilar al mal.
En resumen, un gigante conocido como Barba Azul corteja a tres hermanas. Es excéntrico, y las dos mayores desconfían de él. Pero cautiva a la menor, a la más ingenua, que se casa con él. Ya en su castillo, el marido la trata bien y un día le dice que debe irse y que, si quiere, la joven esposa puede invitar a sus hermanas a quedarse con ella. Le da todas las llaves del castillo, y le dice que puede ir adonde quiera, pero con una sola restricción: hay una llave pequeña que debe abstenerse de usar. En su ausencia, las hermanas, apenas enteradas de que hay una llave que no se puede usar, proponen jugar a descubrir a qué puerta pertenece. Y como es natural, una vez descubierta la puerta, la abren. Allí, la joven esposa descubre una pila de cadáveres ensangrentados de mujeres, y advierte que la llave también empieza a sangrar: es una trampa que le ha dejado Barba Azul para saber si fue o no obedecido. La joven esposa trata de limpiar la sangre de la llave, la frota con crin de caballo, la lava, pero todo es inútil. Las hermanas se esconden cuando él llega. Ve la llave sangrar y se enfurece. Le dice a la joven que las muertas son sus esposas anteriores, todas las que lo desobedecieron y abrieron esa puerta. Y la empuja hasta allí para matarla. En su espanto, la joven le dice: “Está bien, está bien, pero dame tiempo para prepararme para la muerte”. El se lo otorga. Mientras tanto, las hermanas llaman a sus hermanos para que vengan a rescatar a la joven. “¿Los ven venir?”, pregunta ella, aterrorizada. “No, todavía no”, contestan las hermanas. “¿No llegan aún?”, insiste. “¡Ya vienen!”, contestan por fin. Los hermanos finalmente matan a Barba Azul y liberan a la joven, que ya no es ingenua. Ya es una mujer.



En la psiquis de una mujer, siempre hay una parte ingenua que se deja fascinar incluso por lo que sabe de antemano que no le conviene. Siempre hay una parte cautelosa (las hermanas mayores) que optan por dejar pasar la apariencia del buen partido. Hay además, sobre todo, un depredador natural, una fuerza autodestructiva que no tiene límites, es seductora y sádica y tiende trampas. Cuando el drama se desarrolla y la joven va a ser asesinada, se produce su iniciación: crece y se vuelve astuta: pide tiempo para elaborar una estrategia. El tiempo le es concedido y es usado para convocar a los hermanos, los guardianes, los guerreros que también existen en la psiquis para acudir ante el peligro. El nudo dramático del cuento transcurre sin embargo un poco antes, cuando la joven esposa abre la puerta y ve. En la vida –o en la psiquis– de todas las mujeres hay algo que se prefiere no ver. Algo monstruoso, doloroso, algo del orden del mal. La joven esposa no habría crecido y no habría triunfado si no hubiese sido capaz de sobreponerse a lo que ve tras esa puerta: que las mujeres ingenuas y curiosas que no desarrollan su astucia no tienen chance. “La capacidad de resistir lo que averigüe permitirá a una mujer regresar a su naturaleza profunda, en la que todos sus pensamientos, sus sensaciones y sus acciones recibirán el apoyo que necesitan”, dice Pinkola Estés, quien además analiza la curiosa relación entre el depredador y su presa, “quienes bailan una misteriosa danza psíquica. Dicen que cuando la presa establece con el depredador cierto tipo de servil contacto visual y experimenta un temblor que produce una leve ondulación de la piel sobre los músculos, reconoce su propia debilidad y accede a convertirse en víctima”. El final justiciero del cuento se debe a que la joven esposa, en ese momento crucial, no se conectó con el papel de presa sino con la Mujer Salvaje: pidió tiempo para contraatacar.
A lo largo del libro de Pinkola Estés, otros cuentos hablan de otros personajes. La mujer interior, la mujer esqueleto, la función de la cólera, los pasos del perdón, el alma salvaje, el patito feo, el poder del nombre, la pestaña del lobo... son sólo algunos de los elementos que viven en los cuentos orales de los que esta mujer honda saca enseñanzas. En elcapítulo que habla sobre la cólera, la analista desliza una clave para salir en busca de la propia Mujer Salvaje. “Hay un momento en nuestra vida, por regla general al llegar a la mediana edad, en que una mujer tiene que tomar una decisión, posiblemente la decisión psíquica más importante de su vida futura, y es la de sentirse o no una amargada”. Hay que salir, entonces, de caza, de pesca y de conquista por el interior de una misma: esa que olfatea con ganas, se revuelca de risa, saca pezuñas, aúlla de noche y mueve la cola está aquí adentro.

jueves, 29 de octubre de 2015

Espera

Llegar a casa
lavarse el pelo
bañarse, comer
comer chocolate mientras te peinas
mirar una peli mientras comes chocolate

esperar mientras miras la peli
esperar que alguien te llame
esperar que quien te llame sea alguien que te importe
esperar a que algún día alguien que te llama te importe.






 Benedetto Demaio

miércoles, 2 de septiembre de 2015

martes, 30 de junio de 2015

Domingo

"... pero eso es un artista, alguien que se explora a sí mismo, que va a lo más profundo de su ser para luego volver con algo que refleje parte del nuestro".




mi mama me pregunto que significa ese dibujo al que le puse “domingo”

yo le dije que a veces nos sentimos incompletos, y obtusos (oblicuos), ese dibujo representa ese sentimiento y la fuerza interna que nos mantiene en pie, y nos ayuda a soportar algunos dias.

domingo, 21 de junio de 2015

frustracion


 A veces los procesos no salen como quisieramos. Luego de varios intententos frustrados queremos avandonar y comenzar de nuevo. Casi nunca mostramos estos intentos.
Hoy se me ocurrio mostrar este, para que luego no digan que los artistas no trabajamos.



BODAS DE SANGRE








   


EL HOMBRE DE HOJALATA

      





Pronto, los buenos.


martes, 19 de mayo de 2015

Parabola de un cuchillo

De nuevo me encuentro contigo, amigo enorme, encima acompañado de este otro monstruo. 
Buscando imagenes del artista Pat Andrea me encontre con esta nota del Pagina 12 donde habla de su colaboracion con Cortazar, y con esta historia de cómo se cruzaron sus caminos.



El deleite no podria ser mayor. Aqui va





 Por Juan Forn 

El 25 de marzo de 1976, un pintor holandés se enamoró de la luz argentina. Pésimo momento para enamorarse, pero uno no elige los momentos en que se enamora, y menos que menos cuando ese amor irrumpe como una fiebre tóxica, áspera y más bien ineludible. Eso dice que pensó Pat Andrea y eso dice que les decía a sus atónitos compatriotas cuando les anunció, un par de años después, que iba a volver a esa Argentina convertida por los militares en un gigantesco campo de concentración. 
Andrea había llegado al país por una serie de casualidades: un par de años antes, a cierto coleccionista de arte contemporáneo de Bruselas le robaron quince cuadros de su galería, entre ellos dos Magrittes que Interpol localizó tiempo después en Córdoba. El coleccionista debió viajar para reconocerlos; aprovechó su estadía para ver la obra de pintores argentinos; se topó con uno llamado Guillermo Roux que le pareció el “hermano artístico” de uno de sus más jóvenes representados; puso en contacto a uno y otro; los dos se empezaron a escribir y al fin Roux invitó a Pat Andrea a la Argentina. Ni el uno ni el otro imaginaba que la fecha elegida por el viaje iba a coincidir fatídicamente con uno de los momentos más oscuros de la historia del país. Es más: dice Pat que al llegar creyó que todo había sido un error más bien monumental. ¿Cruzar el mundo para ver las mismas verdes praderas, con las mismas vacas tobianas pastando plácidamente? Lo mismo le pasó cuando ese primer día lo llevaron al Tigre (“Holanda, a su modo, es el gran delta de Europa”); incluso los carteles al costado del camino promocionando las propiedades terapéuticas de cierta bebida inventada en Holanda (“Todos los días una copita / estimula y sienta bien”, el lema proverbial de Erven Lucas Bols) parecían burlarse de su afán por sumergirse en lo desconocido. 

LA VENDA 

Bastaron, sin embargo, unas horas de conversación para que Andrea empezara a entender dónde se había metido. La información le llegó por dos vías: por un lado, las charlas en voz baja y temerosa que le explicaban la situación política; por el otro, un golpe sensorial que casi no necesitaba palabras, pero daba a esas palabras una doble elocuencia. Porque lo que le pasó a Pat Andrea en esos días iniciales en Buenos Aires fue que se sintió poseído por la luz argentina y lo que esa luz dejaba a la vista: las partículas de la violencia flotando en el aire, haciendo doblemente filosa la apariencia de las cosas. Por entonces, Pat Andrea tenía 34 años y ya había viajado lo suyo: después de recorrer el Este europeo y la Grecia de los militares, había perdido buena dosis de su cívico candor holandés. Pero en esos meses del 76, en Buenos Aires primero y después recorriendo de a pie y en micro las provincias del Norte, experimentando en carne propia una jornada entera de encierro (léase “averiguación de antecedentes”) en una ominosa dependencia policial de Jujuy, Andrea dice que se le cayó una venda de los ojos y vio las cosas de modo diferente: dice que vio lo que había detrás y lo que podía exprimir, sin atenuar ni relativizar (todas estas palabras son suyas) como no había logrado hasta entonces en su pintura. Y que por esa misma razón, para espanto de sus amigos europeos, quiso volver a la Argentina dos años después: para mostrar en Buenos Aires aquello que empezó a pintar desde su regreso a Holanda. Y para recibir otra dosis de aquella sustancia febril que ahora alimentaba su pintura.

 Si la primera vez que llegó Andrea al país fue una fecha tristemente significativa, su segunda venida también tuvo lo suyo: el Mundial 78 (recordar: “El que no salta es un holandés”). El demente de Gabriel Levinas (que poco más tarde abriría la excelente revista El Porteño) vio los cuadros y aceptó exponerlos en uno de los pocos espacios valiosos que existían en Buenos Aires en esa época: su galería Artemúltiple. Así eran las cosas en esos tiempos: podían prohibirse libros como El Principito por su presunta connotación subversiva, pero a la vez pasar por alto una muestra que exhibía paisajes perversamente líricos (fruto de los bocetos que había acumulado en su viaje por el Norte), poblados de figuras como un civil tropezando con un fusil, un niño llorando sin que se vieran las causas, un uniformado contemplando arrobado a una mujer sentada en una silla. Aun así, Andrea sintió, en Buenos Aires primero y al volver a Europa después, que necesitaba ir más allá y que podía ir más allá. La pregunta era cómo hacer una serie entera sobre la Argentina sin ampararse en lo folklórico ni en lo excesivamente simbólico. 


 LA PUÑALADA 

 La respuesta la encontró en un librito de letras de tango que había comprado por Avenida de Mayo. Dejando de lado óleos y caseína, Andrea encaró una serie de dibujos al grafito, a modo de variaciones coreográficas en torno a las estrofas de La puñalada, y su insistencia en la cuchillada artera, por la espalda, que deja a la víctima boqueando, estupefacta y sin respuestas. En los dibujos, la víctima es rotativa: una mujer acuchillando a otra mujer, una mujer acuchillando a un hombre, un hombre acuchillando a otro hombre, un hombre (o varios) acuchillando a una mujer. El recorrido fulminante del metal y el aire cargado de sangre invisible como una electricidad son la constante. Unas cuantas semanas después, al terminar el dibujo número 33, Andrea da por concluida la serie y, exhausto, recibe la visita de un amigo editor, holandés como él. El tipo dice que decididamente quiere hacer algo con esos dibujos, pero lo suyo son los libros: es decir, necesita un texto. “De un argentino; tiene que ser de un argentino, no puede no ser de un argentino”, agrega. Y con un brillo de codicia y desafío en los ojos dice: “¿Borges?. Borges es ciego”, contesta Andrea sin desviar los ojos de sus dibujos. Pero concede, exánime: “Dejame pensar en otra cosa”. 

Por entonces Andrea tenía una pequeña habitación en París y hacia allá partió con la carpeta bajo el brazo. Logró conseguir, a través de Antonio Seguí, el número de su escritor argentino favorito y, para su sorpresa, unos días después, golpearon la puerta de su habitación de subsuelo y al abrir se topó con un gigante que tuvo que inclinar la cabeza para entrar y optó por sentarse en la cama para evitar la incomodidad de conversar encorvado. Sentado en esa cama, Cortázar recorrió los 33 dibujos. Después miró a Andrea y le dijo que no podía o no quería escribir un ensayo sobre ellos o sobre la situación argentina. Hizo una pausa. “Hay un cuento aquí”, dijo entonces. “Déme un poco de tiempo, a ver si efectivamente hay un cuento aquí.” Y volvió a incorporarse y a encorvarse para salir a la calle. 
Cinco meses después, Andrea recibe por correo en Holanda la versión mecanografiada de “El tango de la vuelta”. En el cuento hay una mujer aún joven, madre de un hijo y casada con un hombre de negocios que está de viaje. Hay otra mujer más joven, provinciana, empleada en la casa para cuidar al chico. Y hay, también, un tercer personaje que un buen día aparece, silencioso y empecinado, frente a la casa, en la vereda de enfrente, desde donde fuma y mira las ventanas y espera. El cuento tiene un solo acorde político, en sordina: dice que esa mujer fraguó la muerte de ese hombre cuando volvió a la Argentina y se casó con su empresario. Y que ese hombre ahora ha vuelto, él también, de México, para plantarse frente a esa casa, y fumar, y esperar. La palabra México, en 1979, era sinónimo de exilio. Con eso basta. Ni en el cuento de Cortázar ni en los dibujos de Andrea hay una sola referencia concreta a la dictadura, pero climáticamente no pueden referirse a otra cosa, cuento y dibujos. No sólo apuntan ambos en la misma dirección sino que, de una rara manera, parecen venir del mismo lugar, como buscándose mutuamente, con la misma callada vehemencia, con la misma metódica urgencia. 

La historia sigue. La del cuento quedará, por razones obvias, sin develar. La del corpus que conforman dibujos y textos es la siguiente. 


LA PARCA 

 Andrea se los muestra a la poderosa galerista Elizabeth Franck. Ésta manda traducir de inmediato el texto al holandés y al francés e imprime dos ediciones de 400 ejemplares, que presenta en la Feria de Arte de París de 1982. Cortázar se acerca al stand de la Franck, saluda a Andrea y dice que está con poco tiempo: debe ir al hospital donde está internada su mujer, Carol Dunlop. “Lo peor ya pasó, pero sepan disculpar, prefiero estar a su lado”, dice a modo de despedida y se aleja caminando con los cinco voluminosos ejemplares que le corresponden bajo el brazo. Al día siguiente muere Carol Dunlop. Las ediciones holandesa y francesa de La puñalada se venden rápidamente y la Franck, envalentonada, decide hacer una más en castellano y quizá otra en inglés. Pero poco después entra en una crisis de la que ya no se recuperará: primero cree estar aquejada de parálisis y se recluye (en silla de ruedas) en el hotel Georges V de París, mientras un gigoló escocés la despoja de la mitad de su fortuna. Cuando se recupera del trance, compra un viejo molino en Ronda y decide crear allí una comuna para artistas, pero cuando una víbora muerde a su perrito y lo mata, abandona el proyecto, sumida en otra depresión. Andrea pierde contacto con ella. 

Pasan los años. En la edición de ARCO 2000, en Madrid, se conocen la colombiana Celia Birbagher, que dirige la revista de arte Nexus, y la galerista española Eugenia Niño. En determinado momento hablan de Pat Andrea. La Niño le cuenta a la Birbagher la historia que le contó Pat acerca de La puñalada y la Birbagher le contesta que, en un depósito de Miami, ella guarda unas cajas que Elizabeth Franck le confió diez años atrás y que no se ha atrevido a tocar desde que la galerista murió. A su regreso a Miami, la Birbagher desprecinta una de las cajas y le avisa a la Niño que allí está la edición en castellano de La puñalada. De los cuatrocientos sobreviven en buen estado unos 240, que llegan a Madrid unos meses después. Cuando están descargándolos de la camioneta en la galería Sen, en el centro de Madrid, un anónimo transeúnte se detiene junto a una de las cajas, saca del bolsillo una sevillana, abre la caja y se escapa calle abajo con un ejemplar, gritando: “¡Éste es mío!”. Pat Andrea (que está en Madrid para colorear un dibujo de cada ejemplar rescatado, antes de que la galería los ponga en circulación) y la Niño asisten atónitos a la escena. Pat se acerca a la caja abierta, saca otro ejemplar y lo hojea. En la página correspondiente al pie de imprenta lee: “Este libro se terminó de imprimir en la ciudad de Bruselas el día 15 de febrero de 1984”. Cortázar –¿hace falta decirlo?– nació en Bruselas. Y el 15 de febrero de 1984 es el día posterior a la fecha de su entierro en París. 

Los dibujos que se exponen hasta el 9 de junio en el Recoleta son los originales, que pertenecen desde 1985 a un coleccionista holandés, y que Andrea no veía desde entonces. En el centro de la sala, hay varios pares de auriculares con los cuales se puede escuchar el cuento de Cortázar leído por Raúl Santana. Los dibujos son 34: el último de la serie lo hizo Andrea en cuanto terminó de leer la versión mecanografiada que su autor le envió por correo a Holanda. Fue el que le llevó menos tiempo de todos. 

Domingo, 26 de mayo de 2002

sábado, 21 de marzo de 2015

El pais de las sombras largas, fragmento


Diseño de portada, por placer solo





 Foto antigua de mujer esquimal intervenida

"Los hombres blancos (...) tienen la desfachatez de afirmar que existe, a lo sumo, un solo dios (naturalmente el suyo), que sólo él vale algo y que es menester echar a todos los otros. Pero no es asi, aunque seria descortez y hasta peligroso contradecirlos. Si alguien obra o piensa de manera distinta de la de ellos, lo consideran un pecador.
(...) Cada tribu tiene el dios que se merece; porque cada dios esta hecho a imagen de quien cree en él. Y así la gente estupida tiene un dios estúpido, los inteligentes tienen un dios inteligente, los buenos, un dios bueno, los malos, un dios malo. El dios de los hombres blancos es un dios terrible, celoso y vengativo, porque los blancos son gentes terribles, celosas y vengativas.

Su amor a Dios se funda en el miedo a la muerte."

Siorakidsok, el curandero de la tribu, uno de los personajes de este libro.